Copyright © 2000 - Julio Felipe Herrera Romero
Prensa: Hermes Francisco Daza - Colaboradores: José Parody, Alvaro Alvarez y Carlos M. Granadillo
Diseño, fotografía y programación: Julio Felipe Herrera Romero
Bogotá, D.C. - Colombia / Sur América

 



Juan Humberto Rois Zúñiga era un hombre con la modestia del clásico músico genio. El imberbe que un día agarró un acordeón con el que casi no podía, para sacarle música. Es, tal vez, el último de los acordeones soberbios: Juan Humberto Rois Zuñiga, un artista excepcional. Era extraño, porque en esa época casi nadie saboreaba la dicha de viajar más allá de las sabanas de Valledupar para estudiar la trágica primaria. Pero él estaba allí, bajo un mundo gris, frío y de rostros, rodeado de tíos juguetones pero rígidos como sus ancestros. Los días aletargados de su escuela de niños ricos de la capital debieron astiarlo hasta producir en él la rebeldía de un niño cargado de deseos infantiles irreprimibles. Acurrucado con frío en un sofá oscuro, maldiciendo con sus labios temblorosos su inevitable aburrimiento, rompió el hielo de sus deseos y pasó lo que habría de recordar toda su vida: el sonido mágico y profundo de un vals a medio terminar que salían de los fuelles de un acordeón que tocaba su tía, le arrebató y le despertó la curiosidad que no pudo el juego de carritos y el beso a escondidas de la noviecita de la cuadra. Por primera vez se sintió que el fastidioso frío se volvía placentero. No terminó su tía de cotejar el pesado acordeón, cuando el inquieto niño salió disparado a coger el instrumento. Lo tomó y con esfuerzo lo colgó de su frágil y huesudo hombro, posando sus dedos angelicales sobre aquel revoltijo de teclas. Aquellas personas entre sorprendidas e incrédulas volvieron la mirada al oírlo. Con asombro murmuraban que aquel niño tenía madera de músico. Desde ese día el acordeón jamás se ha vuelto a separar del que hoy se considera, tal vez, el acordeonista más versátil, habilidoso y creativo que ha conocido la música vernácula de la provincia de Padilla y Valledupar: Juan Humberto "Juancho" Rois. La seducción que Juan Humberto sentía por el acordeón fue el dolor de cabeza para sus tíos que empezaban a volverse locos de la desesperación por la necedad del niño de querer un acordeón de verdad. Por fortuna, años más tarde, su padre respondió al pedido terco de su hijo y le regaló un acordeón de 'dos letras', que Juancho conservaba como símbolo romántico de sus inicios como acordeonista. Con sus años adolescentes comenzaba alimentar su carácter con música... su acordeón. Fue cuando los libros y los cuadernos conocieron la mayor humillación de Juancho. Estudiar o ser músico. Congenió con la cultura un buen rato. Pero pudo más el acordeón. Su ya creciente genio musical se vio contrariado por la actitud normal de su familia al ver un poco preocupado el futuro del adolescente, quien no tenía otra cosa por la que interesarse más que por su fuelle europeo. Como joven provinciano inquieto, al fin, hubo de escaparse en varias oportunidades para dar rienda suelta a sus instintos de músico creador. Se iba con sus amigos ingenuos de parranda a "tocar" acordeón, pero sin saborear un sólo trago de alcohol. Su pasión era eI acordeón, solo eso... Un día, como todo artista incomprendido, se rebeló callado y se fue de su casa a deambular con su acordeón y sus amigos, por las calles incomprensibles y llenas de "hippies", gamines y pordioseros de la Bogotá de finales de los años 60. Una ciudad extraña para unos pro-vincianos recién desempacados y alborotados. Casi una semana de tragedia vivió la familia de Juancho ante su desaparición. En medio de sus travesuras llegó a montarse en los buses urbanos a tocar su acordeón y pedir plata junto con sus amigos... Cuando apareció en su casa, lo regañaron. Tiempo después se volvió a ir, porque cada vez quería satisfacer sus ansias de músico. Un tío suyo lo encontró rodeado de gente interpretando el acordeón en un parque del centro de Bogotá. Le "metieron una limpia" que aún no olvida. El muchacho endemoniado del acordeón fue devuelto para San Juan del Cesar como una encomienda de madre provinciana. No había nada que hacer. El músico ya estaba gestado. Con sus amigos de infancia formó un conjunto de voces desafinadas. Recordaba Juancho que su primer intento de interpretar un tema fue con "El Hoyito" de los Corraleros de Majagual. Luego de las inolvidables ejecuciones de Alfredo Gutiérrez. Pero se dio cuenta que necesitaba explorar más acordes, tonos y melodías que no le daba su ya obsoleto pero querido acordeoncito negro. Le regalaron uno profesional. Las posibilidades de hacer nuevos movimientos y de extraer más música lo convirtieron en corto tiempo en un virtuoso del acordeón.

Desde el inicio como músico, la inquietud de Juancho siempre fue la de experimentar nuevas posibilidades melódicas con el acordeón, recurriendo para ello a su mente creativa y a su particular habilidad de hacer giros digitales un poco difíciles y nada comunes en los acordeonistas de los años 70. Su oído era ya mórbidamente sensible a la creación. Juancho era entonces un muchacho sencillo que le gustaba jugar fútbol, y que comenzaba a sentir cierta inclinación por vestir lo mejor. Se convirtió en su hobbie, así como más tarde sería el de saborear platillos exquisitos cada vez que tenía la oportunidad de salir de gira. El mismo Juancho que antes de llegar a su casa guardaba el acordeón en una celebérrima tienda en la plaza de San Juan, para que no lo regañaran; o el que se iba a las parrandas de los "grandes" para que lo dejaran tocar un par de temas, que terminaban siendo conciertos de acordeón. Los clásicos e inconfundibles éxitos de Alfredo Gutiérrez, eran su pasión. Los acordeonistas aficionados de la época preferían imitar escuelas más tradicionales y menos difíciles. Un día, Juancho tuvo la osadía de subirse a la tarima en un baile popular en San Juan. Tocaba Alfredo Gutiérrez. Casi no se veía, tapado por las tablas rústicas pero pintadas de aquella tarima pueblerina y nocturna. Interpretó varios temas. La gente embriagada por el licor y el baile, no se inmutó. Alfredo, si. Y eso era suficiente. Los aires límpidos de San Juan saborearon sin saberlo las notas más puras de su mejor acordeonista. En un Festival del Fique en La Junta, -corregimiento de San Juan-, Juancho se presentó para concursar. El jurado bajo el sopor del intenso calor salió de la rutina cuando le tocó el turno a Juancho. Su peculiar forma de hacer cambios impredecibles con el acordeón y de ejecutar con facilidad cualquier ritmo o melodía, despertó la curiosidad del jurado, entre ellos, Jorge Oñate. Como era de esperarse, ganó... Era el San Juan de los tiempos de las cometas y de los trompos, en los que Juancho vivió rodeado de sus amigos de siempre, los del colegio de monjas, donde formó su primer conjunto...

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